Puedes contar tu historia, deseando que alguien entre a formar parte de ella, pero no puedes obligar a nadie a quedarse.
Pedir ayuda es complicado en esta era de autonomía. Sin duda, hay situaciones de emergencia vital donde ni se plantea no hacerlo. Se pide la ayuda porque la alternativa es sucumbir. O, dicho de otro modo, hay quien no puede permitirse elegir si pide ayuda o no. La pide, porque no hay más camino.
Hablo de otras situaciones más cotidianas para muchos de nosotros que tenemos más o menos cubiertas las necesidades básicas, pero debemos seguir escribiendo una historia donde, más allá de la salud, el alimento o el techo, también necesitamos sentido, un hogar, afecto, reconocimiento, escucha, respeto… (cada quien sabe por dónde van sus hambres). Y ahí, pedir es un poco más complejo.
Al pedir apoyo, cariño, acogida, refuerzo o amor te muestras vulnerable. Te expones, incompleto. Te arriesgas. Sí, te arriesgas. Porque algunas cosas se piden, pero no se pueden exigir. Puedes abrirle tu corazón a alguien, y hablarle de tus heridas, y esperar que lo cuide. Pero has de estar preparado para que no lo haga, porque no puede, no sabe, o no quiere. Puedes pedir su tiempo a alguien, mostrando por el camino tu necesidad, pero te puede responder con un no, o con evasivas que son otra forma benévola de rechazo. Puedes contar tu historia, deseando que alguien entre a formar parte de ella, pero no puedes obligar a nadie a quedarse. Puedes contar un proyecto e invitar a alguien a sumarse, pero tienes que estar dispuesto a aceptar que sus proyectos sean otros.
Y aceptar eso es difícil. Aceptarlo sin que te vuelva huraño o resentido. Aceptarlo sin encerrarte en ti mismo. Aceptarlo sin escoger el camino, tal vez difícil pero más seguro, de atrincherarte en tus muros interiores. Aceptar sin rencor ni amargura. Aceptar tu pobreza y seguir confiando.
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Fuente: https://pastoralsj.org