Una mujer apasionada y apasionante. Una mujer que comprendió bien temprano que su camino no era la imitación, sino el seguimiento.
La comparación es una estrategia del mal espíritu. El que se compara siempre pierde porque, olvidando su autenticidad, intenta sin conseguir. Aparenta sin ser. Imita para penosamente resultar una parodia infeliz. En cambio, el camino del Buen Espíritu siempre celebra la autenticidad. La fidelidad a nuestra historia. La comprensión de nuestra propia sensibilidad. La reconciliación pacífica con nuestros propios límites. El Buen Espíritu nos canta, amorosa y tiernamente, nuestra desnuda verdad. Tal cual es, sin filtros, sin máscaras y sin maquillajes. Nos invita a la aceptación de nuestra pequeñez. A sabernos criaturas en las manos amorosas de un Criador paciente que, como el alfarero, cuando nos rompemos o estropeamos, vuelve a empezar y nos transforma como mejor le parece… una y otra vez y siempre.
Teresa de Lisieux, una mujer apasionada y apasionante. Una mujer que comprendió bien temprano que su camino no era la imitación, sino el seguimiento. Nunca la imitación a nadie, ni siquiera a su admirada santa Juana de Arco, sino siempre el seguimiento de Jesús de Nazaret; pues como dice aquel poema “para cada hombre guarda un rayo nuevo de luz el sol… y un camino virgen Dios”. Con la autenticidad de su vida, Teresa nos muestra que Dios nos ha creado únicos, que sondea nuestro corazón y nos conoce profundamente y desde ahí nos llama para ser de Él, con Él y para todos. Solo desde ahí se comprende que el amor consiste en comunicación, de las dos partes. En dar y comunicar el amado al amante lo que es, lo que tiene y lo que pobremente puede.
“No sabes lo que Dios haría de ti si te pusieras enteramente en sus manos”, nos recuerda San Ignacio de Loyola. Así, nuestra querida Teresa nos muestra y nos demuestra con su joven vida que no estamos llamado a la piratería, sino a la autenticidad: “su vida se convierte en batalla continua, que ella gusta de comparar frecuentemente con las batallas de su amiga Juana de Arco. Pero, aparte el proceso, la batalla de Teresa fue más difícil de dar que las de Juana con hierro palpable. Teresa lucha con la espada del espíritu contra la falta de espíritu, con la espada de la verdad contra las filas impenetrables de la mentira que, inquietantes e indiscernibles, próxima e inmediatamente la cercan por todas partes. Con la impotencia de la tierna raicilla, pugna por abrirse paso a través de la dura roca y termina finalmente por resquebrajarla” (Hans Urs von Balthasar).
Nuestra querida Teresa nos muestra y nos demuestra con su joven vida que no estamos llamado a la piratería, sino a la autenticidad.
Teresa nos devela el rostro de un Dios bello en todo y en todos. Su vida y sus letras expiran el buen olor de Cristo (2Cor, 2,15). La fragancia única del Evangelio y la belleza de la fe católica. El centro absoluto de su mensaje es la caridad, pues como ella misma nos lo cuenta: “Sí, ahora comprendo que la caridad perfecta consiste en soportar los defectos de los demás, en no extrañarse de sus debilidades, en edificarse de los más pequeños actos de virtud que les veamos practicar. Pero, sobre todo, comprendí que la caridad no debe quedarse encerrada en el fondo del corazón (…) la caridad entró en mi corazón, a par del propósito de olvidarme siempre de mí misma, y desde entonces he sido feliz”.
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