El país asiste a transformaciones culturales extraordinarias. Es de ver que el uso de los celulares, la internet y otros recursos electrónicos nos están cambiando la vida de un modo difícil de evaluar, aunque evidente de suponer. La toma de conciencia de la crisis eco-social, otro ejemplo, ha comenzado a modificar nuestras costumbres de un modo importante.
Algunos movimientos deben considerarse revolucionarios. En cosa de décadas, Chile ha experimentado una lucha por la reivindicación de la dignidad de las mujeres y numerosas iniciativas por darles la participación que merecen. La superación de las trabas culturales y jurídicas que las han mantenido atadas a formas de vida androcéntricas y patriarcales nos están beneficiando, a ellas, en primer lugar, y a todos, en última instancia. Muy cerca de esta revolución, de su mano, el reconocimiento de la diversidad de géneros enriquece a un pueblo machista.
También es revolucionaria la aparición en público de pueblos originarios —algunos de los cuales se los daba por extintos—, con sus diversas espiritualidades y su amistad cósmica. Ellos han puesto en jaque el provincianismo chileno, enriqueciéndonos como no lo esperábamos. Los oprimidos levantan la cabeza. Los blancos y los blancuzcos la bajan.
No puede llamarse propiamente revolución, pero hay fenómenos como la politización de los jóvenes que auguran un recambio de la clase gobernante muy positivo. Los mayores creímos ser una mejor generación, los ninguneamos por “no estar ni ahí”. Estaban ahí, allí. Ahora están acá con vigor, entusiasmo, sacudiendo anquilosados modos de ver las cosas y de hacerlas.
Es evidente que esta revolución poliédrica tiene externalidades. ¡Qué fenómenos así pudieran no tenerlas! Los efectos secundarios habrá que mirarlos con atención y controlarlos. Pero no hay que perderse. Lo primero es lo primero.
Estos tres acontecimientos de tinte revolucionario exigen definiciones. Piden sumarse como a causas que reclutan simpatizantes y colaboradores. Hasta ahora hemos podido observarlos como espectadores, asustados algunos, curiosos otros. No se puede permanecer impávidos. Es preciso involucrarse.
Sumarse es más difícil, pero también más importante, para gente mayor, los mestizos, los varones y los heterosexuales. ¿Cómo lo hacemos? Se requiere antes que nada invocar el “pathos” de humanidad que se nos dio el día que abrimos un ojo para ver que compartimos con el resto una fraternidad fundamental que requiere toda una vida para concretarla. Podemos disputarnos la vida, pero hemos sido llamados a llevarnos y a mejorarnos unos a otros. Em-pathía, en vez de anti-pathía y a-pathía. Hermandad, en vez de fratricidios. Estas son las claves, y las conversiones pendientes.
En el horizonte asoma la deseada unidad en la diversidad que esperamos acabe con las exclusiones. Algo muy hermoso cuaja en el país. Navegamos en aguas turbulentas, pues las revoluciones son así. Pueden acabar mal. No son broma. Lo importante es que conduzcan a un nuevo sentido común y a las instituciones que lo encaucen y lo enseñen.
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