El curso que seguirá la explosión social es desconocido. Habrá de entendérsela lo más posible. Pero aún sin muchas claridades, a tientas, será preciso gobernar un proceso que si no es revolucionario merece considerárselo como tal.
Fue una rebelión. La violencia fue inaudita. La alegría, también. Los columnistas más serios reconocen que es temprano para dar explicaciones concluyentes.
Hablan los muros: “Cuando la tiranía es ley, la revolución es orden”. ¿Una revolución dentro de una rebelión? El terremoto del 2010, dicen, movió el eje de la tierra. La explosión de octubre pasado nos ha alterado la vida probablemente para siempre. Fue como si se expresaran las más diversas rabias al mismo tiempo. ¿Había ocurrido algo así? Las transformaciones en curso parecen revolucionarias. Puede que lo sean.
Una de estas tiene que ver con las condiciones materiales de la vida. La ciudadanía ha reaccionado airada porque, por años, se ha sentido engañada, abusada, oprimida, maltratada y herida en su dignidad, y tiene pruebas para demostrarlo. Se nos dice que “Chile será la tumba del neoliberalismo”. En las otras personas, los chilenos nos hemos reconocido que somos un pueblo. Rebrota la importancia de lo comunitario, de lo social. ¿De la solidaridad? ¿De cargar unos con otros? Talvez. Pero es difícil imaginar que el individualismo que genera el liberalismo económico que nos convierte en consumidores vaya a disiparse muy rápido.
Otra transformación se da en el plano de las identidades. La homogeneidad uniformante revienta. La heterogeneidad exige derechos. Hablan las murallas: “Marcho para que la diversidad también importe”. Las mujeres, las minorías sexuales y los pueblos originarios reclaman indignados un merecido reconocimiento. Ha sido impresionante ver flamear la bandera mapuche por doquier. Será muy difícil, esta vez, negarse a restituir a los mapuche el carácter de pueblo que la República les quitó el siglo XIX.
Tercera transformación: se acusan cambios significativos en las relaciones de poder. Se desconoce autoridad a quienes tienen poder o investidura. Las instituciones apenas encausan las demandas ciudadanas. A los soldados se les trata sin miedo, a cualquiera dirigente se le saca la madre, a los curas para qué decir. Talvez nunca antes la distancia generacional había sido tan acentuada. Jóvenes y viejos tenemos la cabeza formateada de otra manera. Pero, quizás, las nuevas generaciones se politicen y voten por una nueva Constitución. Si no lo hacen, estaremos verdaderamente en problemas.
Una cuarta transformación, me extiendo en ella, es de índole espiritual. En el campo católico, hace rato que la jerarquía eclesiástica no canaliza las necesidades más hondas de los fieles. Aun antes de la enorme crisis debida a los abusos sexuales y encubrimientos del clero, los católicos no encuentran en sus líderes los representantes que interpreten con creatividad el Evangelio. Entre los obispos y los curas, por un lado, y los fieles, por otro, se ensancha un foso de incomunicación y de incomprensión.
La fatiga de las instituciones tradicionales mediadoras del sentido, como es el caso de la estructura de gobierno en la Iglesia católica, sin embargo, no impide la actividad del Espíritu fuera de ella, para decirlo en términos cristianos. La rebelión de octubre, estoy convencido, también ha sido una explosión espiritual de un pueblo que exige su dignidad. Es cierto que algunas de las expresiones del descontento son aterradoras, deplorables y para nada espirituales. Pero, como en la vida misma de las personas, en los acontecimientos sociales es necesario discernir lo que tiene un valor trascendente, distinto de lo que no lo tiene y, aún más, encontrarlo en aquello que parece pura porquería.
Los grafitis a veces dicen verdades muy hondas. Incluso en expresiones perturbadoras puede haber un genuino desahogo espiritual: “K viva el Kaos”, “Organiza tu caos”, “@sentir solo sentir” o “Mata tu paco interior”. El anarquismo, y el nihilismo que suele animarlo, guarda algún parentesco con el Jesús que no creyó más que en Dios, y lanzó amenazas contra el templo de Jerusalén y los sacerdotes que traicionaban su razón de ser. A estos los desafió sin respeto: “No quedará piedra sobre piedra”. En las baldosas de la plaza Victoria, a metros de la catedral de Valparaíso entera pintarrajeada, un inspirado escribió: “Hasta que valga la pena vivir”. La vida ha de tener sentido. Si no lo tiene, la lucha es el camino para encontrarlo.
El curso que seguirá la explosión social es desconocido. Habrá de entendérsela lo más posible. Pero aún sin muchas claridades, a tientas, será preciso gobernar un proceso que si no es revolucionario merece considerárselo como tal, sea porque la violencia debe ser frenada en seco, sea porque los cambios señalados, si se los encausa, pueden fortalecer extraordinariamente la convivencia y las instituciones.
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