Vivir con deportividad: Cuerpo y alma

El deporte contribuye al desarrollo integral de la persona en su formación, en sus relaciones y en su espiritualidad. No deja de ser aquel mens sana in corpore sano de la antigua Grecia.

Fue paseando por las milenarias ruinas de Olimpia como el barón Pierre de Coubertin quedó enamorado de aquel culto al valor heroico, a la nobleza, al esfuerzo personal y a la dignidad del espíritu humano. Y creyó que podía hacerlo resurgir a través de una gran competición en algún lugar del mundo cada cuatro años, juntando mujeres y hombres de todo continente, raza y religión, para que demostrasen su fuerza, su valor y su destreza, dando lo mejor de sí mismos para honrar no meramente a su nación, sino a la humanidad entera. Así, en 1896, echaron a andar los primeros Juegos Olímpicos de la era moderna, que él mismo denominó «de la paz». Y es que el lema olímpico citius, altius, fortius no hacía referencia solo a la excelencia atlética, sino a la excelencia humana, buscando celebrar la belleza y la nobleza de las que son capaces las personas.

Es cierto que el deporte, al ganar terreno e importancia en nuestra sociedad, corre continuamente el peligro de «desvirtuarse» y alienar a las masas cuando queda supeditado a la publicidad de los medios de comunicación, al mero beneficio económico, o a intereses políticos o raciales; pero esto no vacía su potencial benéfico para la salud, el ocio, la educación, la integración y cohesión social, los valores, la espiritualidad, etc. Por eso se hace tan importante saber vivirlo bien: que no sirva para instrumentalizar personas rebajando su dignidad y que no disocie al ser humano unidad de cuerpo y alma. Y es que cuando se superan las posiciones medievales —que todavía hoy se nos cuelan— que consideran el cuerpo como esencialmente negativo, puede percibirse la manera en que el deporte contribuye al desarrollo integral de la persona en su formación, en sus relaciones y en su espiritualidad. No deja de ser aquel mens sana in corpore sano de la antigua Grecia.

Pero se puede dar un salto más, y es que el deporte, directa o indirectamente, nos acerca a Dios: porque tiene en su esencia la capacidad de sacar lo mejor de uno mismo; porque nos permite participar de momentos de gran belleza; porque contribuye al bienestar físico y psicológico; porque —en muchas ocasiones— permite el contacto y la contemplación de la naturaleza; porque abre puertas a la experiencia de interioridad que se pregunta por la trascendencia; porque pone de manifiesto la tensión entre la fuerza y la debilidad —experiencias inherentes a la existencia humana— al posibilitar una vivencia auténtica de los talentos y de las limitaciones; porque promueve la libertad y la creatividad; porque implica la justicia, el sacrificio, la alegría, la valentía, la igualdad, el respeto, la armonía y la solidaridad… Y, sobre todo, porque con todo ello nos acerca a la búsqueda del sentido último de la vida para una verdadera felicidad.

San Pablo anunció el Evangelio en Corinto donde eran de gran importancia los Juegos Ístmicos. Por eso, el apóstol usó el deporte para estimular a los cristianos de aquella época en su seguimiento: «¿No sabéis que en el estadio corren todos, pero uno solo recibe el premio? Pues corred así también vosotros. Los que compiten se controlan en todo; ellos para ganar una corona que se marchita; nosotros, una que no se marchita» (1Cor 9, 24-25).

Así es como el deporte construye personas y enseña sobre la Vida, sobre el Espíritu y sobre la Fe, enseñándonos a «Vivir con deportividad» la gran carrera de la vida: no es cuestión de ser campeones de ninguna competición, sino de sacar lo mejor de nosotros mismos y de levantarnos después de cada caída, para ser capaces de llegar a una meta de plenitud a la que Dios nos llama y en la que todos ganamos.

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Fuente: https://pastoralsj.org

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