La narración supone topografías y objetos, espacialidades y temporalidades.
El escritor Robert Kaplan escribió un libro sobre sus viajes alrededor de las costas del Mediterráneo. A través de sus páginas va contando los puertos a los cuales llega, las calles que recorre, los rostros que conoce, las comida que disfruta, las noches y los amaneceres de las tierras costeras. Para Kaplan el acto de contar supone también el abrazo que damos a las comparaciones y a las metáforas, a ese “poema en miniatura”, como lo llamó Paul Ricoeur. Para Ricoeur no existen metáforas en el diccionario porque ellas tienen la particularidad de trasladarnos a otro espacio, a otro lugar, de ahí su nombre: metáfora. Kaplan dice: “…pues el ansia de comparaciones y metáforas para cada nuevo asunto y paisaje lo que santifica la conciencia”. Santificar la conciencia, abrirse al misterio de un decir todavía por-venir, desatar el asombro como herramienta de vivencia profunda de la humanidad.
¿Por qué narrar? ¿Por qué jugar con metáforas y con comparaciones, con símbolos y con figuras? Porque es lo que tenemos, es lo que nos da sustento, es el terruño en donde se afincan los pies, la mente y el corazón, porque es verdad: el corazón está donde están los pies y los pies hacen que el corazón lata de determinadas maneras. Pero, y ahí viene una cosa interesante: para Byung-Chul Han, en un libro reciente, vivimos en una crisis de la narración. El tiempo de lo tecnocrático es un modo de vida programado: obsolescencia programada para los aparatos electrónicos, algoritmos para las redes sociales, certidumbres en el cálculo y en la planificación. Todos nos funciona muy bien cuando eso que está muy bien lo está en cuanto programado. El punto es que la narración atraviesa campos y costas marcadas por la incertidumbre y por la intemperie porque ella, la narración, cuenta justamente esos espacios de silencio y de vacío. Byung-Chul Han dice que la negatividad (dolor, enfermedad, preguntas, crisis…) son los mecanismos que activan la narración y que al encontrarnos en un tiempo donde la negatividad se trata de eliminar, ocurre, consecuentemente, la crisis y la ausencia de la narración. A pesar de ello nos resistimos a dejar morir la narración, la necesitamos, porque ella nos santifica, dice Robert Kaplan, dignifica la conciencia, dice George Steiner, nos abre a otro mundo, a otra imaginación, a otros símbolos, a nuevos vientos en el barco.
Para Byung-Chul Han, en un libro reciente, vivimos en una crisis de la narración. El tiempo de lo tecnocrático es un modo de vida programado.
La narración supone topografías y objetos, espacialidades y temporalidades. Cuando María José Navia escribe sobre el uso de los objetos en la literatura chilena, recuerda que los poetas y los literatos utilizan la imagen de la puerta, de unos zapatos, de cigarrillos, de plantas, de la ropa como verdaderas arquitecturas que organizan el relato narrativo. El poeta Jorge Teillier en su “Otoño secreto” dice que “cuando las amadas palabras cotidianas” pierden sentido “es bueno” volver a mirar las cosas que están en los muebles de la casa, a recordar las frutas, los buenos vinos, los rincones. Ahí, dice el poeta, está emergiendo otro lenguaje, otras fisionomías narrativas. Robert Kaplan, cuando cruza los puertos argelinos, tunecinos y sicilianos reconoce que los objetos que estaban esparcidos por esos lugares “creaban una sensación de espacio hasta en el más estrecho callejón”. Ahí está la narración. Ahí está el otro modo del lenguaje. Una esquina, unos balcones, unas flores a medio marchitarse, un auto que toca insistentemente la bocina, la viejecita que se persigna frente a la iglesia, una pareja que se toma un café, un hombre que lee el diario… todo ese espacio es narración. La narración nos da vueltas y nosotros damos vueltas por la narración. Ahí está nuestra humanidad, esa “por humanizar”, como dijo Mistral.
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